Ana Larravide
sábado, abril 01, 2023
sábado, enero 22, 2022
GUILLERMO MARTINEZ, ESCRITOR Y MATEMATICO
“Lo escrito va restando libertad y abre otras posibilidades”
Martínez forma parte de una nueva generación de escritores argentinos. En pocos años y con un libro de cuentos y tres novelas, se convirtió en uno de los autores más reconocidos. Como matemático se apasiona con las singularidades. Como escritor busca el punto donde la imaginación hace discontinua la realidad.
Por Ana Larravide
–“Borges y la matemática” reúne tus ensayos y artículos. Entre ellos, “Un Dios pequeño, pequeño” señala el poco quehacer que le han dejado a Dios la teoría del Big Bang y, luego, la física cuántica.
–Es muy complicado para los físicos ese problema.
–¿Y para los escritores?
–Para los escritores es muy fascinante. Todo indica que hubo un momento cero de la expansión del universo. No se sabe si el universo, en ese instante, tenía alguna dimensión o era un punto. Las posibilidades científicas de explorar el origen del tiempo son dos situaciones muy distintas: ¿sería una esferita infinitesimal o una singularidad, un punto de dimensión nula y de densidad infinita?
–¿Una singularidad?
–Las singularidades son los lugares donde no pueden aplicarse las fórmulas. Esa es la opción preferida, en general, por las mentalidades religiosas. Pero, bueno: son teorías. Con el tiempo se irán refinando y aparecerá la más plausible. Por ahora son difíciles de confirmar las dos. Hay un libro lindísimo, que te recomiendo mucho; se llama Proceso al azar, de Peter Landsberg. Sobre un congreso de matemáticos, físicos y biólogos que –sin fórmulas ni aparatos técnicos– debatieron hasta qué punto hay azar o hasta qué punto hay determinismo y cómo juegan esos dos términos en el universo.
–¿Un congreso real o de ficción?
–Fue un congreso muy importante, hace unos veinte años. Hubo quienes pensaron que todo es determinismo; otros, que todo es esencialmente azaroso y hubo también posturas intermedias. Todas las variantes fueron comprendidas y representadas con argumentos. Hermoso libro.
–¿Habla de física cuántica?
–No me mires aterrorizada. Propone ideas que no requieren saber nada previamente y son muy atractivas, incluso visualmente. Hace años que escribo una novela con el personaje de un niño que mira un libro (un libro que leí en mi infancia), “El universo en cuarenta saltos”: mostraba una chica en una ventana; en su brazo, una mosca. La segunda foto es la mosca. La tercera, el ojo de la mosca; la cuarta, las moléculas de ese ojo, la quinta son los átomos... Uno da vuelta el libro y encuentra otra vez a la chica de la ventana. Luego, una toma de las casas de su aldea desde arriba; después, una ciudad que las incluye, después el planeta... El chico de mi historia puede mover la sucesión de imágenes con el índice: alejarse o adentrarse infinitamente.
–En mundos infinitos, imprevisibles.
–No tanto. El sol sigue saliendo por el Este. Nuestro mundo tiene fenómenos caóticos, catástrofes naturales y partículas subatómicas; pero tiene también sus elementos regulares, sus recurrencias, sus claves ocultas. El juego de la razón es ahondar en él hasta donde sea posible.
–¿Creés posible encontrar certezas?
–Me interesa buscarlas.
–Pero ¿no era que aceptar la incertidumbre ayuda a vivir? Has escrito que “el don de Prometeo a los hombres fue regalarles no conocer su fin, ignorar el día de su muerte”.
–Ah, sí, por supuesto. Esa es una incertidumbre protectora. Esa reflexión, para mí, es lo más lindo que tiene La mujer del maestro. Tal como lo cuento allí, fue un hallazgo ese poema sobre ese primer regalo de Prometeo. Por eso el libro que esconde Jordán se llama “El primer don”.
Pero no me interesa la incertidumbre como valor en sí. Ciertamente hay una resonancia romántica en no poder acceder a los misterios últimos, en lo indeterminado, en lo que no puede conocerse, pero yo no siento ese enamoramiento absoluto de lo incierto, tan propio de la modernidad. Me interesa más, por el contrario, el desafío para el pensamiento que implica esclarecer lo que no se sabe. La frase “Sólo sé que no sé nada” resulta simpática en un primer momento. Pero, a continuación, uno se da cuenta de que sí sabe algunas cosas. Otras no. Y otras... resulta muy interesante tratar de saberlas.
–Le das importancia al azar. Al mismo tiempo parece que tuvieras muy presente la planificación. Cecilia, la mujer del maestro, admira en Jordán su capacidad de planificar su obra. ¿Qué predomina en vos?
–Las dos cosas ocurren. Cuando escribo, una parte corresponde a un mundo ideal donde uno entrevé la voz de un personaje, el desenlace, la organización fundamental de una trama, los rasgos principales de una narración, la idea eje. Eso sucede imprevisiblemente en el momento de la iluminación, la inspiración, el germen, como quieras llamarlo. Y luego sigue un intento de codificación por escrito, que es una codificación sucesiva, ¿no es cierto? Todo aquello tiene que ordenarse simultáneamente, de algún modo. Para sortear las dificultades se emprenden rodeos que hacen más interesante, más astuto, más sutil, el desarrollo. Es lo mismo que ocurre cuando se quiere demostrar un teorema: una idea inicial te pareció clarísima; pero al desarrollarla uno encuentra que las cosas no salen por ese primer camino. Entonces hay que tratarlas por separado, desglosar, dar rodeos, encontrar argumentos más sutiles. Exactamente lo mismo pasa en la narrativa.
–¿Esos problemas, rodeos, sutilezas, son la novela?
–Sin ellos podríamos decir nomás que “La mujer del maestro” refiere cómo un joven escritor se las arregla para acostarse con esa mujer. ¿No?
–Eso sería como decir que Migré, Shakespeare, Bergman y Woody Allen cuentan “el desencuentro de dos enamorados”.
–Justamente. Pero cada uno de ellos da sus rodeos en torno de una situación inicial. Hay una gran riqueza que viene del trabajo: lo escrito va restando grados de libertad y a la vez va abriendo otras posibilidades. Eso hace que el trabajo valga la pena. Hay un premio, en la dificultad. De pronto –ante un escollo, un obstáculo inesperado– aparece una solución creativa. ¿Ves?, ahí están las dos cosas: la planificación y (no sé si llamarlo azar) lo inesperado.
–Y no “da lo mismo” contarlo de cualquier manera.
–Por supuesto que no. Si bien siempre tengo claro a dónde voy –el final–- el problema es cómo ir avanzando, para que se sienta cierta complejidad en la trama. Eso me importa mucho. Me importan el tema del suspenso, la herencia del cuento, la idea de que el texto, hacia el final, resignifique el principio. Que el final sea un plus, una culminación inesperada.
–Y también inevitable.
–Sí, esa combinación –lo inesperado, lo inevitable– es un atributo de los buenos teoremas. Es como el acto de ilusionismo, cuando te dicen “con esto, esto y esto voy a construir una paloma”. Te muestran dos o tres plumas. El espectador dice: “No, no puede ser”, pero frente a él se va produciendo una secuencia –una cierta magia– y llega la paloma. Acabo de leer “Una partida de ajedrez”, de Stefan Zweig. Un cuento extraordinario. Un cuento largo. Es el ejemplo perfecto de lo que estoy diciendo: un viaje en barco... En ese viaje el narrador nos presenta a un campeón mundial de ajedrez, que va a jugar un torneo. Es un personaje insensible, autómata; un genio idiota, que sólo puede jugar al ajedrez. Toda la narración parece encaminada a hablar de ese sujeto, pero durante la travesía se organiza una partida simultánea y aparece otro de los pasajeros, que va a derrotar a ese campeón de ajedrez. ¿Cómo? Y ahí hay que ver cómo se las arregla Zweig –que ya nos había convencido de que el primer ajedrecista era imbatible– para crear otro personaje, entre la gente común del pasaje, que lo derrote ¡y que sea verosímil que lo derrote! Lo consigue.
–Crear una situación posible en lo imposible, ¿es la felicidad del escritor?
–Ahí está. Para mí ése es el sentido de ser escritor: el plus de imaginación, que debe tener el escritor. Apuesto a ese tipo de literatura: una literatura que no sea una descripción de un fragmento de nuestra realidad económico-político-social. No. ¡Algo más! Algo que no esté en el mundo, algo que sobresalga. ¡Imaginación!
–“Imaginación, cabalga: la realidad te pisa los talones”, pedía Dino Buzzatti.
–Claro, para realidad ya tenemos el diario. Pido que la literatura me lleve más allá de eso. Lo primero que miro en un libro es eso: imaginación, originalidad. La gracia del escritor, el encantamiento de su “acto de ilusionismo” es hacer aparecer ante los ojos de todos algo que estaba pero nadie veía.
–Al leer Crímenes imperceptibles casi se la ve filmada. ¿Incluías ese proyecto al escribirla?
–No, para nada. Sólo vigilaba esa tensión que se da entre el desarrollo psicológico de los personajes y el mecanismo de la trama. Me preocupaba si iría a restringirme al género policial o si derivaría a una novela de pensamiento... Una maquinaria intelectual, que ya aparecía en Acerca de Roderer.
–Al profesor Seldom, nombrado sobre el final, lo conoceremos mejor entre los protagonistas de Crímenes imperceptibles.
–En Crímenes... desarrollo esa postura filosófica con mayor libertad, en un mundo más lúdico.
–A tus personajes les gusta jugar. Y a algunos se les nota unas inmensas ganas de ser felices.
–Sí. Mi amigo Pablo De Santis observó en “Acerca de Roderer” una cierta tristeza. Una tristeza de época. Una época de frustraciones (que incluyó Malvinas), de decadencia familiar, la muerte de los padres, incluso la muerte del protagonista. Trata muchos temas angustiosos, me dijo. Creo que es así. Pero en Crímenes imperceptibles hay un registro de alegría, de iniciación en otro sentido, de descubrir un nuevo mundo.
–En Infierno grande describís a una alumna de matemáticas que asistía a clase como a una tortura. El profesor lo nota; ella explica, furiosa: “No me gusta la matemática”. “¿Querrías hacer teatro? –le pregunta él–. Algo habrá que te guste en la vida...” y le enumera otras actividades... “No. No. No. Nada me gusta”.
–Ese es el cuento que Piglia me ha dicho que prefiere, de los míos. Me dijo que en general domina en ellos la mirada intelectual. Y que éste es el único en que lo que está afuera pone en jaque a esa mirada racional. Eso le ha gustado.
–A esa muchacha nada la hacía feliz. En cambio, en Crímenes imperceptibles Beth quiere ser feliz, como imagina que lo es el becario.
–Sí, sí. Quiere ser feliz como un valor vital. Es muy cierto. El personaje de Beth tiene que ver, por oposición, con ese cuento de Infierno grande.
–Frente a ese muchacho tan libre –que estudia lo que quiere, juega, viaja–, Beth se ve sin horizontes. Envidia su capacidad de ser feliz.
–Ese es un tema. De todas maneras, en las novelas hay elementos que quedan determinados por los requisitos de la trama. A veces uno no es totalmente libre en la elección de esos elementos, sobre todo cuando es una novela policial. La falta de libertad en Beth es algo que me lo sugirió la trama policial: tuve que encontrar un motivo para que ella actuara dentro de la novela. Eso me hizo poner énfasis en su aburrimiento, en lo opresivo del instrumento que ama.
–“No hago más que seguir la partitura” dice, casi como una maldición.
–Claro. Es otro tema recurrente en mi escritura. En Acerca de Roderer, el padre del protagonista, que durante toda la vida se dedicó a pescar...
–Abandona la pesca.
–Y en un relato de Infierno grande, el piscicultor mata todos sus peces. Son reformulaciones de la idea que aquello que más te gusta en la vida llega un momento en que te harta o se convierte en detestable. Eso reaparece en Beth: a veces una persona tiene una habilidad y esa habilidad –que a la vez le da trabajo– se convierte en una condena: la tiene que arrastrar toda la vida.
–¿Por qué “toda la vida”? Puede cambiar. Ser más feliz.
–¿Y si no puede? En el mundo en que vivimos se valora que uno tenga una cierta especialización. De manera que, si uno tiene un trabajo, se perfecciona en ese trabajo, queda atrapado en él... Es muy difícil ensayar distintas vidas.
–La literatura permite ensayar distintas vidas.
–Sí.
–¿La vida no permite tanto?
–La literatura permite mucho más.
–¿Las teorías matemáticas en Crímenes... son parte de tu juego?
–Esas teorías no existen. Son plausibles. Todo eso que refiero, de los tests de inteligencia, acerca de que cierto número de gente acierta todas las respuestas pero en algún caso propone una respuesta diferente a la normal... respuesta que, sin embargo, no está errada; transitó una lógica diferente. Esos tests son ficciones. Como el hombre que, inconsciente, continuaba escribiendo símbolos.
–Emociona ese personaje que, descerebrado, rescata los signos esenciales de su vida. ¿Dónde se aloja o perdura lo esencial de una persona? En él, en esos signos que dibuja.
–Sí, sí. Me gusta mucho esa historia. Hay un par de pequeños cuentos dentro de Crímenes.... Por ése siento predilección. Nada de eso lo tenía pensado. A medida de que uno avanza en la escritura se mete en cierto mundo. Acuden a uno sus símbolos, sus ideas...
–Preguntas como “¿Qué soy sin cerebro? ¿Algo sigo sintiendo, algo queda de mí?”
–Quise hacer alusiones a esos temas. Sobredimensionar esos aspectos hubiera sido caer en algo pedante, pesado. O peor: en explicaciones insuficientes. Pero así, mencionados en medio de un romance de personajes jóvenes, esos temas contribuían a un buen balance, me pareció.
–Con la misma aparente simplicidad mencionás lo terrible, en tu obra. Como en el cuento que da el título a Infierno grande.
–Siempre me sentí orgulloso de ese cuento. Apareció en el ’80.
–Escribiste sobre crímenes ocultos.
–De una manera indirecta. La literatura tiene esa eficacia.
–En Infierno grande hay otro cuento, el del profesor que sale en busca de una peluquería en el mismo pueblo, años después.
–Sí. Pasa a veces que, ya escrito un cuento, a uno se le ocurre una variante posible con alguno de sus personajes y tiene que escribir otro.
–Como en Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson.
–No lo conozco.
–Son cuentos, también, de pueblo chico. Sherwood Anderson los escribió por 1920. Los protagonistas de cada cuento son personajes secundarios en otros. Se pueden leer como capítulos de una novela. Quien me prestó ese libro hace años me hizo sobre el autor un cuento encantador.
–¿Un cuento sobre el cuentista?
–Sí, había llegado a su pueblo un borracho, de esos que trabajan lo mínimo, para poder tomar whisky el resto del mes. Coincidían en el mismo bar a la misma hora, después de que Anderson –que dirigía un diario–- concluía su trabajo. Muchos días tomaron whisky juntos y Sherwood Anderson le hablaba de literatura. Así, semanas, Pero el vago no volvió al bar. Y el escritor, que lo extrañaba, fue a la pensión a buscarlo. “Suba usted”, le indicaron. Golpeó y salió, desmelenado, iluminado, el vago: “¡Estoy escribiendo un libro!”, le dijo. “¡Oh, Dios!”, dijo Anderson. Pero después le ofreció editar lo que escribiera, dejando en claro que él no le corregiría las pruebas. El libro se publicó, con un error en tapa: el nombre del autor con una u de más; una u que el nuevo escritor conservó para siempre en su nombre: William Faulkner.
–¡Qué cuento...! Con Svevo y Joyce pasó algo parecido: Svevo contrató a James Joyce como profesor de inglés. Le contó que había escrito un par de novelas en su juventud, un día le mostró La conciencia de Zeno. Joyce quedó encantado.
Y mirá vos, estas cosas... en Oxford conocí a un serbio... casi no nos tratamos, el primer año. Al aparecer Acerca de Roderer se enteró y me dijo que él, de adolescente, había escrito cuentos y pensado en ser escritor. Después, se había dedicado a las matemáticas. Volvió a escribir cuentos. Después supe que ganó el primer premio de literatura en Serbia...
¡Pero qué lindo eso sobre Faulkner!
jueves, marzo 20, 2014
Julio Chávez
ACE de oro 2006/2007
Adentro, afiches de teatro y de exposiciones. Y un espacio iluminado como un escenario. Puedo creer que entrevisto a un actor o que soy una actriz que entrevista a un personaje.
- El otro, protagonista de tú última película, es alguien bajo la lupa en sus menores parpadeos, incluidos sus silencios... con naturalidad, como si simplemente te dejaras estar frente a la cámara.
-¿Eso parece? El director, Ariel Rotter, quiso mostrar la posibilidad de acompañar una existencia, hablar del tiempo, del cuerpo, de la muerte, de las despedidas y de los recibimientos. De algo inevitable que nos sucede: miramos gente muy grande (sabiendo que uno va hacia ahí) y al mismo tiempo criaturas muy chiquitas o aún por nacer...
-¿Cómo vive un actor esa situación?
-Uno hace una prestación de servicio: yo tengo un presentimiento de un material. Siempre intento seguir la huella de ese presentimiento en relación a lo que hay que relatar. Y aprendo, de mi oficio. Lo quiero muchísimo a Rodrigo Moreno [el director de El custodio] y lo quiero muchísimo a Ariel: me fue muy enriquecedor trabajar con los dos. A Ariel le gusta explicar, pone la cámara aquí, no, mejor acá... Es sumamente angustiado, muy vehemente, sumamente cuidadoso con los otros, un encanto de persona. Me interesan mucho sus estrategias de relato.
-¿Estrategias?
-Cada filmación requiere distinta estrategia actoral. El custodio, El otro, Extraño [de Santiago Loza] son películas sumamente complejas porque el relato no está puesto en la palabra: relatan acciones sencillas y un paisaje ante el cual te tenés que detener, escucharlo. Como si le preguntaras a una persona "¿cómo estás?" y, en vez de escuchar su explicación de cómo está te detuvieras a percibirla, a acompañarla en su silencio.
-Eso no es frecuente.
-No. Por eso me interesa tanto. Estas tres últimas películas son muy pedigüeñas. Piden algo, hoy, que no es fácil dar: "Detenéte, esperá y entrá en un viaje silencioso, cargado de complejidad". Pedirle a alguien "escuchá": no sólo lo que te digo sino lo que pasa: escuchá lo que el mundo te está diciendo: escuchá al árbol o escuchá la manzana. Eso es algo raro.
-También rara es la comodidad que transmite El otro: la relación con su padre, cómo lo baña o la forma en que se sienta a su lado, relajado, sin angustia. Muestra sentirse a gusto con lo que le toca vivir.
-Eso es algo que pedía el asunto. Estar es estar. Mirar es mirar. Vos tenés que prestarle al director la existencia y la humanidad que él necesita. Para uno, simplemente, es cuestión de estar en el interior de la melodía del asunto que vas a filmar. El estar de El custodio no tenía nada que ver con el estar de El otro.
-El otro se disfraza para probar libertades... como cuando le dice al escribano que no va a quedarse en el pueblo y se queda. O como cuando no le niega a cierta mujer cosas que ella supone pero no son ciertas; pero no lo hace para estafarla.
-No.
-Sino casi para complacerla, dando por cierto lo que ella imagina de él.
-Sí. Sí, para mí está encarado así. Ésa es la idea. Yo estaba intentando construir un objeto en sí mismo, en su verdad, sin molestias. Un personaje así.
-¿Hablamos de otras películas? La película del rey... aquellos caballos galopando con maniquíes en sus monturas, porque ya no quedaban actores y había que seguir...
-¿Ves?: ahí tenés una película que no me gustó filmar, no la pasé bien, y que ha sido después muy generosa. Es una película importante para Sorín. Para mí fue muy duro filmarla. Como esos cuadros que la gente se acerca y los elogia y los elige, en una exposición. Pero en tu experiencia fue conflictivo pintarlos.
-¿Cómo es el estilo de trabajo de Sorín?
-La realidad fue casi como lo que sucedía en la película. Estábamos en el sur, a trescientos kilómetros de Comodoro Rivadavia con un viento feroz, en todo el mes no paró el viento. Un mes escuchando viento, viento, viento... Es un lugar muy psicotizante, el sur. Bellísimo. Muy fuerte. Con Sorín, que es alguien absolutamente infrecuente, con muchísimo talento, y al mismo tiempo un mono con navaja. Y todo el equipo allá, cada uno con su adaptación, sin poder volver a tu casita cada noche. Había un lugar, donde filmábamos, que se llamaba El bosque petrificado. Increíblemente hermoso. Y yo era mucho más chico. Como actor, era un adolescente.
-Antes habías hecho con Luisina Brando Señora de nadie.
-Cuando pasan los años, para quien le gusta su oficio, el disfrute es mayor. Porque la elección es más interesante, porque la conciencia del trabajo actoral se vuelve más precisa, porque sos mejor estratega.
-Cada pequeño tic de Un oso rojo, su mirada, su forma de afirmar la mandíbula al manejar el auto, ¿es una ofrenda a una estrategia?
-Es un producto espontáneo, pero acumulado: tiene gobierno.
-Stanislavski contaba que en una obra donde una mujer muy linda debía escapar, le sugirió: "entorná un párpado; parecerás tuerta y no van a reconocerte". Expresar esa mínima deficiencia ¿podía volverla irreconocible?
-El tema de las elecciones de las metodologías, los sentidos comunes, las ideologías de cada director, está lleno de discusiones. Nuestro trabajo tiene mucho que ver con la moral y la ética. Un camino que se transforma en un hecho moral va a determinar la elección de una metodología. Próxima o alejada de las enseñanzas de Stanislavski.
-¿Por qué?
-Porque pueden considerarlo dogmático o por el contrario han establecido un contacto afectivo ideológico, con sus enseñanzas ¿no es así? En esto me parece que se cristaliza algo. Es lo que hacen las morales: cristalizar. En cambio, la ética plantea siempre un interrogante. No tan fácil de cerrar como el de la moral. Y que finalmente se mantiene abierto.
-Felizmente.
-Si a vos te parece, felizmente, sí. A mí también. Yo creo cada vez más que deben ser variadas las estrategias en el relato de un director, de un actor... ¡sumamente abiertas! Sin ascos a ningún camino en tanto te conduzca a la articulación del relato que vos querés hacer. Si el consejo es "ponéte tuerta" y eso va a producir algo en el espectador, okey, hacélo. Y si el camino es "trabajá sensorialmente contra el objeto" y eso da resultado, que sea eso.
-¿Qué elegís vos?
-Yo estoy hoy muy interesado, muy ocupado, en salir del problema del actor y ubicarme en el problema del espectador: ¿qué necesita el espectador para imaginar?
-¿Imaginar junto con él?
-Quiero tomar en cuenta el hecho de que hay un imaginario en el espectador. Yo soy en verdad un relator del asunto: le cuento al espectador. Entonces, todas las metodologías no deben alejarse de un hecho final y último que es contar, relatar. En el relato puede haber elementos particulares y a veces metodológicamente no aceptables. Me gustó mucho algo que contó Glenn Close en un programa del Actors Studio, una anécdota sobre Atracción fatal. "¿Cómo trabajaste la escena del ascensor?", le pregunta el conductor que la reporteaba. Ella lo mira y dice: "Whisky". Mira a la audiencia y agrega: "¿Muy Actors Studio, no?". Me gustó. Autorizó la decisión de cuál es el momento y la forma en que puedo producir lo que creo que debo relatar.
-¿El afecto y devoción a un maestro llevan a imitar sus soluciones?
-El afecto y a veces también la seguridad que nos proporcionan sus caminos. Pero hay tantos. Incluso hay directores que prefieren trabajar con actores que no son actores.
-¿Qué te ilusiona más en un alumno nuevo?
-Su disponibilidad: ver muchos semáforos en verde. En cambio, hay personitas que cuando se acercan ves que, todo el tiempo, su semáforo está en rojo. No para mí, para ellos mismos: "quiero cantar pero mi instrumento no responde; quiero gritar pero mi voz no da; quiero hablar pero la articulación no funciona; quiero expresarme pero la situación me cohíbe". Entonces pensás: "Pobre. Todo el tiempo se te pone el semáforo en rojo".
-Puede cambiar la luz, supongo.
-Claro. Ante todo hay que entender qué es "un semáforo en rojo": avisa que algo vas a tener que aprender. Sobre todo, lo que más me conmueve e importa, en un actor, es su deseo de aprender. Lo mejor que le puedo contagiar a otro es el gusto por aprender. Generalmente uno viene o va en la vida queriendo salir de los problemas. Y yo lo que quiero es que el actor se meta en sus problemas. No es un lugar, éste, para resolver los problemas sino para meterse en ellos.
-Me imagino que, así como nosotros vamos a ver a los actores, ellos nos miran en la vida diaria, en los ómnibus, en la calle: ¿escuchás lo que esas personas dicen con el cuerpo?
-Sin lugar a dudas. La escena no le pertenece al actor, le pertenece al ser humano. El humano es el animal de la escena. Como actores hacemos nuestro arte indagando sobre eso.
-Reflexionan sobre la escena humana.
-Pero no inventamos las escenas, no inventamos la expresión, no inventamos la escena de la virtud. No inventamos la escena del odio. Todo eso le pertenece al hombre. Uno de nuestros grandes temas es cómo podemos hacer, de lo más humano (que es la escena) algo artístico: cómo podemos contarla; sin modificar lo humano que tiene.
- Como posibilitador de tu tarea de actor.
-He tenido grandes ayudas, maestros, colaboradores en mi formación. Digo esto pero antes yo decía "A mí me formó Tal". Eso lo he erradicado de mi lenguaje. Ahora digo "Yo me formé": quien se formó soy yo conmigo mismo. He tenido colaboradores fundamentales para esa formación, pero la voluntad es mía, la decisión es mía, el padecimiento es mío, la tozudez es mía, el límite es mío. Lo que puedo y lo que no puedo me pertenece.
He tenido a Agustín Alezzo y a Fernández, Augusto Fernández, como grandes colaboradores para mi formación. Y Elena Visnia y Nora Dobarro en el mundo de la pintura. La gran relación es la de maestro-alumno. Para mí, más que la del padre o la del hijo. Más que la pareja. Para mí. No digo "en la vida", digo "en mi vida". El maestro.
-El encuentro con el maestro es un encuentro en un espacio autónomo: el espacio del teatro, de la pintura...
-Me gusta un cuadro tuyo... un hombre sentado de espaldas, mirando hacia un parque.
-¿Dónde lo viste?
-En el Centro de la Recoleta.
-Hace unos cuantos años que no pinto. Tres, cuatro años. Ahora hago objetos, "Mueblecitos inútiles". He estudiado pintura muchos años. Veinte años. Con momentos de abandono (muy pocos). He tenido que relegar la pintura ante lo que es mi trabajo en el teatro. Como "la decisión de Sophie".
-Caramba, qué tremendo que compares tu elección entre teatro y pintura con esa decisión. ¿Tanto dolió relegar la pintura?
-Bueno, no se relega. Pero recuerdo el gusto y el placer de la actividad. Y la extraño. No me salvo. Es un lenguaje que me apasiona mucho. Y en este momento no me es posible.
-Pero los "Mueblecitos inútiles", lo son.
-Son posibles, sí.
-"Inútil" no es una palabra socialmente bien vista, aunque a mí me gusta: no creo que todo tenga que ser útil.
-A mí me gusta lo inútil. Un mueble generalmente sirve para algo y estos mueblecitos (su tamaño, su confección, el material con que están hechos) son imposibles. Por su tamaño, primero. Y porque cuando vos te acercás a ellos no son un ropero ni una silla ni nada: en su evocación parecen un mueblecito o su réplica pero al acercarte ves que ningún mueblecito puede ser así. Están hechos de un material muy liviano (cartón y papel) que parece madera. Los levantás, creyendo que son pesados... y son livianísimos. Están todos chuecos... si éste fuera una mesa, de ella se caería todo; si este otro fuera una silla nadie se podría sentar ahí...
-Qué mueblecitos tan rebeldes.
-Me parecen encantadores, con sus fallas. Me parece tan tierno que sean así. Tengo una relación muy frustrante con la madera. Mi padre era carpintero, de manera que para mí la carpintería es algo muy evocador. Me habla. Tengo una relación afectiva con eso. Y conflictiva. Verme a mí en el taller mintiendo la madera, me encanta. Porque a mí me encanta la ficción, me encanta la mentira. Hacer un mueblecito y que alguien me pregunte "¿Qué madera usaste?" ¡y yo saber que han caído en el engaño de creer que es madera!
-"No conozco prienda que no se parezca al dueño": tus conmovedores y tiernos y chuecos mueblecitos ¿se parecen a vos?
-¡Yo soy así! Tosco, desmañado... Yo he ido a un colegio industrial; en un momento creí que podría ser bioquímico.
-Tus manos podrían ser de carpintero. ¿Son un cuento chino, las "manos de pintor" de largos dedos finos?
-Las que conozco están estropeadas y ensanchadas por el trabajo. Bueno, en aquella escuela técnica nunca logré poner un estante derecho ni un cable en su lugar ni una tabla con una lámpara bien adosada... Todo lo mío estaba torcido, mal hecho. Y hay algo de eso que me expresa: lo chueco, lo torcido...
-Y refinar todo eso. Transformarlo.
-Me gusta ese juego también. Todo articula, en el fondo. El intento de articular la expresión de uno en el interior de ese lenguaje.
-Tu personaje en Un oso rojo tiene esa dureza como de piedra en su aspecto físico. Y una enorme ternura, no dicha, pero que muestra en hechos.
-Es bien tierno ese personaje. A mí me gustó mucho. Aprendí muchísimo. Creí que no iba a poder hacer esa película, le había dicho que no a la productora. No tiene nada que ver conmigo ese personaje. Nada. Pero aprendí que tengo que tener mucho cuidado acerca de mí mismo y de las opiniones que tengo sobre mí.
-¿Sobre tu fuerza?
-Es un hombre de enorme talento. Tengo mucho gusto por la visión creativa de Adrián. No soy amigo de él, somos animales muy diferentes. Pero me gusta acercarme a lo que Adrián hace. Siempre le encuentro una impronta personal auténtica.
-Y por último (o al principio) una mujer en tu vida de actor: Bemberg.
-María Luisa. La conocí en el rodaje de Señora de nadie. Siendo yo mucho más joven (que ahora) y mucho más joven (que ella). Había una gran brecha. Y me cohibía mucho.
-¿Como directora?
-Para mí era "los Bemberg", la empresa Quilmes. Siempre se me representaba como "la reina bajó a filmar", siempre. Una señora con mucho charme, y muy sencilla al mismo tiempo. Muy respetuosa. Una buena persona. Realmente con buenas intenciones. Trabajadora. Ha batallado. Ha tenido que sortear sus propias circunstancias.
-Algunos parecen tener circunstancias excesivamente amables en su vida y sin embargo...
-"Donde está tu fortuna está tu límite".
-Supo hacer algo, con su fortuna y sus límites.
-A veces era sumamente inhibitoria (en ese momento, para mi naturaleza). Tengo mucha mitología en la cabeza, como todo ser humano: allí están los reyes, los duques, las princesas...
-Las reinas.
-La clase alta, la clase baja, el agujero del zapato...
-¿Te contaron muchos cuentos de hadas?
-No los erradicaría. No les daría el gobierno de mi persona, pero tampoco los echaría del reino.