lunes, marzo 03, 2014

Shampoo y Marcha


Acerca de Gilio (1922/2011)


El semanario Marcha se publicaba en Montevideo bajo la consigna Navegar es preciso. María Esther Gilio remó en sus páginas durante décadas. El 27 de agosto, en Montevideo –esa ciudad empeñada en llamar mar al río–  se me ocurre que debió decir, como los marineros fenicios al morir: “Madre mar, entrego el remo”.



                   Sampoo y Marcha


por Ana Larravide


Con su melenita de oro como la del tango, sus gabardinas flameantes, su imprescindible Ventolín y sus botitas a lo John Lennon atravesó décadas grabador en mano.
Cuando elaboraba lo recaudado en sus cassettes (jamás etiquetados y a veces confundidos) organizaba los diálogos como si fueran obras de teatro: visualmente efectivos, con ritmo casi musical, levemente mordaces y siempre con vislumbres de humor y de ternura.
Dotó al oficio de una belleza infrecuente, convirtió una entrevista en algo tan lindo como charlar en un bar con un amigo (aunque se hable a veces de temas dolorosos) o como asomarse por la ventana y escuchar a los vecinos. Amaba su tarea. Nos convenció con su ejemplo de que trabajar es sinónimo de alegría.
En Marcha –que después fue Brecha- sus textos eran reconocibles a la primera ojeada: sus frases cortas -como en escalerita en las columnas- contaban más, sugerían más que cualquier descripción minuciosa. Sus entrevistas serán siempre un tesoro.

I. Collage
Trato de escribir en tiempo pasado y ya veo que no podré. Hay personas rebeldes al cambio verbal en nuestra vida. Gilio vivió en casa una semana por mes durante muchos años. Y sigue por aquí en los brindis, en las recetas de guisos carreros que repetimos, en el espantoso batón verde con un dragón dorado en la espalda que me regaló, y que quiero tanto (la seda ya está a punto de rasgarse) que al final me he convencido de que es precioso y que con él parezco un cuadro de Matisse.
No es para mí lógico hacer su necrológica. Sólo puedo regalarles esta especie de collage. Encuentro papeles... uno es algo que le escribí para que se propusiera al Premio Trayectoria (pero le pareció poco serio). Otro papel, que se llama Sin flash lo escribimos juntas hace años con mi hija menor, riéndonos a carcajadas... Y, si hubiera lugar en El Arca, agregaré fragmentos de algunas de sus entrevistas, porque no hay nada como el tono de una persona –el tono de su voz- para reconocerla.



II. ¿Premio Trayectoria?

Cuando el padre de María Esther Gilio –que en los años 30 era una niña- se despedía de sus amigos después del primer café calándose el sombrero y diciendo “voy a llevar a María Esther de paseo en la chalana”, ellos quedaban entre diarios, humo de cigarrillos y más café imaginando una especie de cuadro de Monet en el verano montevideano: el padre remando y la niña vestida de piqué blanco sentada en la popa, acariciando el agua con su manito, bajo el liviano sol de la mañana...
         No crean que era así.
         El señor Gilio se había propuesto enseñarle a nadar a su hija. La Isla de las Gaviotas queda a escasos cien metros de la playa Malvín, la playa más plana de Montevideo. ¿Qué mejor, para enseñar a nadar a una niña, que atarla con una cuerda de buen largo a la popa de un bote y remar suavemente de orilla a orilla? Ella chapoteaba, hacía gárgaras, resoplaba, en medio de la estela espumosa.
         Y llegaba.
         En la isla, el joven remero la secaba enérgicamente con una gran toalla murmurando “muy bien, muy bien” bajo el asombro de las gaviotas. María Esther no recuerda muchas otras aprobaciones venidas de aquel padre. Eso sí: aprendió que no hay que hundirse en circunstancias difíciles.
         Pasaron los años y aquella nadadora es- en las dos márgenes del Río de la Plata- ejemplo de periodistas y maestra en su arte de entrevistar. Sigue levantando el tubo del teléfono -al pedirle a un actor, un escritor, un psicólogo, un par de horas de su tiempo- con la misma timidez corajuda de la primera vez. Sonríe encantada al terminar el llamado, diciendo embelesada: “¡Aceptó! ¡Y me conocía! ¡Dice que leyó entrevistas mías!”. Siempre se sorprende porque, aunque se llama a si misma La Famosa Periodista, nunca se lo termina de creer.
         Un día me crucé con el músico Ariel Martínez en el barrio de Colegiales, en Buenos Aires. Hacía muchos años que no nos veíamos. Lo primero que me dijo fue “¿Te acordás Ana de cuando decías que tus gastos fijos eran shampoo y Marcha?” Me reí mucho, porque sí, a mis diecisiete tenía pelo largo (mi apuesta a la belleza) y mis cortas finanzas se dividían en cuidarlo y comprar Marcha. Siempre estaré agradecida a Marcha por su bondad de abrir ventanas al mundo cuando uno todavía no podía comprar libros... y, en Marcha, lo primero que quería leer eran las entrevistas de María Esther. En cada una venía un mundo en frases breves. Me parecían guiones de pequeñas obras de teatro. En todas, el humor implícito, los detalles de la vida, conseguían que una persona desconocida pasara a ser amiga de uno: Ringo Bonavena, Isabel Sarli... personas como cuentos.
         Ahora, que además de shampoo debería comprar tintura para el pelo y puedo por suerte comprar libros, sigo leyendo a María Esther. Ella sigue publicando en Montevideo y Buenos Aires, a todo vapor y, mientras trabaja se siente, dice, “en una pompa de felicidad”. Empieza el día tomando té y tostadas, sentada a su mesa cuadrada, frente a la terracita que convirtió en jardín botánico. A un lado el teléfono y la libreta amarilla (si en ese momento no se le perdió). Las biromes Bic, el grabador, los libros, los papeles con escritura que trepa hacia arriba, llenos de tachaduras. Música brasileña, casi siempre, o Piazzola. Sí, ese lugar es la felicidad.
         Hay mucho andado ¿o nadado? antes. Hay una carrera de abogada. Hay dos hijas, cuatro nietos, hay un permanente ex marido (Darío, mencionado a diario), hay tanta gente que la quiere y que hoy 3 de junio le estará diciendo “parabems pra você”.
         Hubo, una vez, una propuesta de un amigo periodista: que ella hiciera una nota sobre el pintor De Simone, para el diario La Mañana. “Yo no iba a hacer una nota crítica sobre De Simone, imagináte. Para buscar información sobre él conversé con gente que lo conoció. Trabajé sobre eso.” Cuando Carlos Quijano vio esa nota la llamó para trabajar en Marcha. La primera entrevista que hizo para ese semanario, en 1966, fue al pintor Gonzalo Fonseca. Siguieron otros trabajos. Uno, conversaciones con prostitutas. Otro en la colonia psiquiátrica Etchepare, otro sobre el Consejo del Niño (niños abandonados) y en el 69 realizó una serie de trabajos sobre los presos políticos. Como era abogada pudo visitarlos en la cárcel. Quijano los publicó con el título “Para la comisión del Senado que estudia las torturas de la policía”. Ese trabajo después formó parte del libro que, presentado en Casa de las Américas para el premio Testimonio, lo ganó: “La guerrilla tupamara”.
         Gilio persistió en los temas sociales desde entonces. La consecuencia no fue otro premio. Era 1972. Una bomba estalló en la puerta de su casa. Aquella tan linda casa, con hijas, con vecinos que festejaban año nuevo en la vereda, aquella casa con vista “al mar” como decimos los orientales; aquella casa con puerta rodeada de azulejos. En esa puerta estalló una bomba. Se fue de Montevideo. Exilio. Primero en París y pronto más cerca, en Brasil, poco fue lo que pudo trabajar como periodista (entrevistas callejeras que luego formaron parte del libro Terra da felicidade. La ironía del título, que va junto con el agradecimiento y el amor por esa tierra, la conoció en carne propia en esa época trabajando con dureza -como tantos  para quienes la felicidad sólo parece “la gran ilusión del carnaval”- haciendo ropa (túnicas) para vender en las playas. Tiempo difícil. Cuando pudo estar más cerca, en Buenos Aires, siguió trabajando, en la revista Crisis. Allí publicó “Los desterrados” (un trabajo con bolivianos, paraguayos, chilenos y uruguayos), entrevistó a Borges y –escuchando hasta lo no dicho- a Aníbal Troilo.
         En Argentina  recibió el premio de TEA: Una manzana para el maestro. Cuando concluyó la dictadura regresó a Uruguay.
Desde entonces Brecha, Cuadernos de Marcha, el Cultural de El País -y en Buenos Aires, Página 12- publican sus trabajos de proyección social, cultural, política. ¿Libros? Varios. Además del citado Premio Casa de las Américas y el de las entrevistas en Brasil, publicó “Emergentes”, “Protagonistas y sobrevivientes” “Entrelíneas”, “Retazos de la memoria” “Anibal Troilo, Pichuco” con prólogo de Juan Gelman, y “Construcción de la noche” (libro compartido con Carlos María Domínguez) donde ella reunió sus conversaciones con Juan Carlos Onetti y que hace poco paseó hasta España, convertido en obra de teatro.
         Esta es una parte de la trayectoria de María Esther. Ustedes juzgarán si merece premio. La otra parte, por la que quisiéramos darle premio todos los que la conocemos, es su tozuda alegría de vivir, su enamoramiento por cada trabajo que emprende, su buen humor y su magnificencia de mujer con maestría para hacer guisos gloriosos (con lo que haya), casas armoniosas (abriendo una ventana por aquí, pintando un mueble, regando algunas plantas), ropa ingeniosa y elegante (con lo que a alguien le quedó chico o grande), su tiempo para escuchar, para observar y para no callarse lo que escucha y lo que mira. 
         Marcha tenía como insignia: “Navegar es necesario”.
La niñita –aunque tal vez en aquellos chapoteos detrás de la chalana adquirió para siempre la costumbre del asma- cumplió ¡que no ni no! con lo que se propuso enseñarle su padre. 


III. Sin flash

Las cosas todavía bailan en el aire -el teléfono, las tazas, el diario, las cucharas- van cayendo en vaivén, como hojas de otoño. María Esther se fue. Es como un remolino... como una obra de teatro, un cuartel de bomberos, un restorán en marcha, una niña perdida, una sabia, una cabeza de novia.
-¡Mi aparato del asma! ¿No lo viste?
- Fijáte al lado del teléfono.
- ¡Ah, sí! ¡Aquí está! Voy a llamar a Página 12... ¡Hola! ¡Soy María Esther Gilio. ¿Me puede pasar con los maravillosos señores que le pagan a los colaboradores?... ¿Roberto? Habla María Esther... tengo dos notas para cobrar, a dos psicólogos ¿te acordás? Ah ¿no sos Roberto? ¡Alberto, digo! ¿Se fue a almorzar, Alberto? Bueno ¿y quién habla? Mirá, Oscar, yo soy María Esther Gilio y tengo... ¿Cómo que sólo una? Tendría que cobrar dos, fijáte bien Roberto: tengo que pagar un pasaje, porque me voy al Africa, y no puede ser que no estén para cobrar, esas dos notas. ¿Las facturas? Ay, no: en Montevideo. ¿Te las puedo mandar después por fax? ¡Gracias Oscar!”
         Esta vez María Esther no se fue al África, como siempre quería. Ni a Montevideo. Se fue a charlar con Onetti, con Troilo, Bonavena...
¡Gilio, Gilio..! Cada uno tendrá sus recuerdos, y dirá: ¡gran entrevistadora! ¡qué mujer genial! ¡qué rico que cocinaba! ¡qué simpática! ¡qué atolondrada que era!  ¡cómo le gustaba hacer reír! ¡qué valiente con sus miedos! ¡qué alegre! Todo es cierto.
         Para mí hay dos cosas ciertas: que la quise mucho y que a mis diecisiete años sus entrevistas en Marcha fueron una ventana abierta a algo que me gustó para siempre: escuchar y escribir. Se murió el 27 de agosto. Dos días antes, Darío -“mi ex marido”- como lo llamaba cada día, le llevó flores por sus 67 años de casados (auque estaban divorciados hace 50) le dijo que era “la mujer de su vida y la más maravillosa” María Esther se rió. Y no dudó. Hizo bien.
Ha llegado al cielo casada y rejuvenecida: en sus necrológicas y hasta en Wilkipedia consiguió convencernos de que era una jovenzuela de 83 años, del 28, por un rulito que hizo una vez, con tinta, sobre el 1922 de su DNI.
Esta casa era su casa cuando venía a Buenos Aires, algunos días por mes durante muchos años, llegaba como la muchacha de la valija, con su valijín rodante atropellando las sillas, enredándose con la bufanda y enarbolando el ventolín. “Ana, Ana ¿tomamos té? ¿Dónde está Naná? Voy a hacerles una cosa riquísima, que comí en lo de Sofía...!”

 



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