jueves, marzo 20, 2014

La canción del fru-frú

Brevísima historia
de la lencería
por Ana Larravide

La canción del fru-frú

Había una vez damas egipcias. Bajo sus túnicas usaban enaguas bordadas con hilos de oro... tan suaves como la piel que velaban, se llamaban shenti. Hubo damas romanas, deportistas, que se ceñían bandas de seda, alrededor de pechos y caderas. Y hubo en Creta, 1500 años antes de Cristo, señoras con talle avispa y miriñaque acampanado. Una de ellas, pintada en el palacio de Knossos, se parece tanto a las damas de los salones de 1800 que fue llamada La parisina.


 



La lencería femenina refiere la vida de las mujeres mejor que cualquier discurso. La ropa interior, hecha para permanecer oculta (pero no siempre) es tan verdadera como el subconsciente, y mucho más creativa que el super-yo de la ropa de calle. 
Deliciosa y sensual, como todo lo vinculado al juego y a la seducción, su suave frú-frú suele anunciar momentos deliciosos.
El lenguaje de la lencería tiene el don de encantar, de crear un espacio para la fantasía: la maja de Goya tenuemente vestida atrae en El Prado más admiradores que desnuda.
             La literatura, el cine, la pintura, la historia, necesitan las cintas, breteles y puntillas de cada época. Las medias de red de Marilyn Monroe; las locas enaguas del Can-Can que Toulouse Lautrec atrapó al vuelo; los “delicados pantalones bordados, anchos por arriba y estrechos por abajo” de Madame Bovary; los varoniles pantalones de montar que Catalina de Médicis se apropió, incluso los apretados calzones de Juana de Arco (propios de una bruja hereje, por supuesto) expresan circunstancias y personalidades, con la sinceridad indiscutible de lo dicho en secreto.
           Hubo locos extremos: el talle avispa que impusieron los corsé, desde 1870 hasta el siglo XX, redujo las cinturas a menos de cincuenta centímetros (y provocó desmayos, riñones perforados, huesos deformados, muertes). Usarlos presuponía dependencia: alguien debía ocuparse de acordonar la espalda. En cambio, los corpiños de las campesinas se ataban sobre sus blusas, por delante.
          Hermine Cadolle, feminista francesa creó el primer brassiere, a fines del 1800. Liberó a muchas mujeres del insoportable corsé. Después, Mary Phelps Jacob, patentó el primer sostén, diseño que vendería a la Warner Brothers Corset Company, por 15 mil dólares.
En 1969 las mujeres revolearon sus soutienes en Woodstock, como un grito de libertad. Los años 70 propusieron una nueva lencería, de menor precio, cómoda, imaginativa. Y en los 80 Madonna subió a escena su corpiño cónico, firmado por Jean Paul Gaultier.
           Durante siglos, la apertura rápida fue característica de la ropa femenina. Si una mano había llegado bajo la falda, había llegado donde quería. Los pantalones cerrados eran patrimonio de varones. Las medias, que todavía no habían trepado a la cintura, se sujetaban con ligas, debajo o encima de la rodilla. Las primeras jarreteras -de cuero- tenían un cierre de plata cincelada. Los siglos las aligeraron convirtiéndolas en cintas de tafetán o de seda. En el Renacimiento se adornaron con encajes y hasta con joyas. El Museo de la Indumentaria de Barcelona muestra la Colección Rocamora, de ligas francesas y españolas, bordadas con lemas galantes: “De tu jardín hermoso soy jardinero celoso”, “Pensez à moi” o la festiva “¡Viva mi dueño!” que se lee en un par de ligas color de rosa, bordadas en oro y lentejuelas de espejo.
La célebre Orden de la Jarretera, la fundó en 1348 Eduardo III de Inglaterra. Amablemente había levantado una liga de la condesa de Salisbury, caída durante el baile. Hubo burlas y el rey exclamó: Honni soit qui mal y pense. De tal maldición nació tal Orden.
            Menos cortesana pero muy antigua es la tradición francesa de que la novia debe usar en su boda una liga azul, que le quitará en el banquete el mejor amigo del novio.
            Otra tradición que se mantiene es usar lencería roja la noche del 31 de diciembre para atraer buena suerte.     

            Cuando en 1945 Japón anunció el embargo del envío de sedas naturales a Estados Unidos, las señoras se lanzaron en malón a las tiendas. La revista Vogue cuenta que hubo que llamar a la policía para contener “la multitud enardecida por el pánico de quedarse sin medias de seda natural”. Cuenta Lola Gavarrón, en “Piel de ángel”, que la demanda de las mujeres fue concreta: “Ingénienselas, señores gobernantes, señores industriales: inventen algo nuevo, algo perfecto... o decídanse a hacer la paz con el Japón.” Ellas aceleraron  el descubrimiento del nylon. Comenzó la era de las medias de cristal.
           Desde entonces no han cesado de resplandecer sedosas, lentas, las medias negras de Mrs. Robinson... las de Liza Minelli en Cabaret... las de Sofía Loren ante Marcelo Mastroianni... las de Catherine Denueve en Belle de jour... las de Bardot en Viva María... y las de tantas mujeres, en esa intimidad de hilos tenues, que una cancioncita describe: Si tu cuerpo fuera de fino encaje / lo bordaría por los cuatro costados / después me haría manteles tan bellos / que comeríamos el amor arrodillados... 
La cancioncita es tan francesa como el frú-frú de las enaguas:
Si ton corps était de fine dentelle /
 je le borderais par le quatre bouts /
et puis m´an ferais de nappes si belles /
que nous mangerions l´amour a genoux.

EPIGRAFES PARA LAS ILUSTRACIONES
Lo resistente y lo suave

* Las enaguas de crinolina enjaularon a las damas durante décadas. Ésta se completa con un corsé plano, que conseguía la figura andrógino que gustaba en el siglo XVI.
* A mediados del 1800 los hojalateros tuvieron un rol inesperado: fueron patentadas, y se vendían con éxito, unas corazas traseras de latón que impedían cumplir sus intenciones a ciertos asaltantes callejeros de entonces que, tan intrépidos como inoportunos, alzaban las faldas de las señoras, al paso.
* Los calzones con puntillas y cintas se usaron hasta, digamos, cuando comenzó la luz eléctrica. Algunas señoras los abandonaron antes, otras después. La abuela de una amiga mía, en Rosario, Argentina, se los ponía a mitad del siglo pasado y (era un tiempo proclive a los eufemismos para nombrar la ropa íntima) en vez de calzones los llamaba “los gauchos”, probablemente porque no eran tan distintos a los que usaban bajo el chiripá, campeando, los varones de su casa.
* Con este corselete de lycra y encaje Dior, en 1950, alivió la tortura del talle de avispa de los corsés de ballenas... pero no demasiado.
* Los felices twenty fueron sobre todo felices... porque el cuerpo disfrutó de su libertad. Las combinaciones –camisas cerradas abajo por mínimos botoncitos- en suave seda color melón o salmón, eran todo lo flexibles que necesitaba una señorita para olvidar las penas post primera guerra mundial, con un baile que expandió alegría y desenfreno: cierta música que compuso  el pianista de jazz James P. Johnson dedicada a la ciudad de Charleston, en Carolina del Sur.  
                                                                                                                                          A. L.  



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