jueves, marzo 20, 2014

Un vestido divino no tiene costuras

LA MODA Y LOS REFRANES


“Un vestido divino no tiene costura”

Guo Han, el hombre más elegante de la dinastía Tang, era un joven bondadoso y noble. Una noche de verano admiraba la luna, en su jardín. Vio bajar del cielo a una dama de porte inigualable. Su vestido de seda negra era refinadamente simple, admirable. Guo Han la saludó rodilla en tierra y en esa galante postura observó que el sedoso vestido era de una sola pieza. Siguiendo su mirada, ella explicó: “Soy la divinidad del tejido. Los vestidos del cielo no tienen costuras”.


Texto: Ana Larravide

En China, desde el encuentro entre Guo Han  y aquella diosa, la expresión “un vestido divino no tiene costura” alude a un trabajo perfecto.
      Entre los esquimales, en cambio, las muchas piezas de piel –sabiamente cortadas y  adaptadas a su función en cada parte del traje, bien cosidas entre sí con “punto a ciegas”– son la protección insustituible para mantenerse vivos. Una puntada imprecisa podría dar paso a la humedad... y un cazador perdería la pierna o la vida, congelado, si sus pantalones de piel de oso o su doble y hermética casaca tuvieran la menor filtración.

La importancia del vestido para los seres humanos es tan grande... las leyendas, los poemas y relatos sobre el poder que se le asigna a un determinado ropaje es tal... que, por ejemplo, basta que alguien lleve teatralmente la ropa de otro para que sea tomado por quien no es y, así, bodas apócrifas, crímenes, coronaciones usurpadas, hermanos trastocados y otras farsas han entretenido al público durante siglos, con el simple auxilio de un manto, unas botas y un sombrero de plumas.
Pero hay otro testimonio de la intrincada relación del vestido con la vida cotidiana. No menor que el del teatro, sino distinto: directos, pintorescos, ingeniosos y ciertos... como suele ser lo popular, los refranes resumen en pocas palabras lo que a Roland Barthes o a Giles Lipovetsky podría llevarles un capítulo o un libro.


“El hábito no hace al monje”...  “cambia de idea como de camisa”... “¡ahora se rasga las vestiduras!”... “colgó los guantes”...”ella es quien lleva los pantalones”... ^lo tiene en el bolsillo”... “murió con las botas puestas”... “aunque la mona se vista de seda mona se queda...” “vestirse con las plumas del grajo...”  Cada uno de estos dichos describe en cuatro palabras todo lo que hace falta saber de alguien.


Es notable la identificación personal que parece darse, sobre todo, con ¡la camisa! “Perder hasta la camisa” es quedar desnudo; “vender hasta la camisa” es renunciar a la última posesión. “Dar vuelta su camisa” en términos políticos acusa a quienes cambian de partido, en recuerdo de quienes usaban como forro de la propia el color de camisa del adversario, para desorientarlo o confundirse con él, dado el caso.  Los gitanos “se parten la camisa” el día de su boda: dejan de ser quien eran hasta el día anterior y se entregan a una vida nueva. Un poco más arrevesada de entender es la alusión a “meterse en camisa de once varas”: significa que uno se mete en grandes complicaciones. Semejante frase parece que arranca en la Edad Media: en la ceremonia de adopción de un niño, se aceptaban los problemas que esa decisión pudiera traer. El padre debía meter al niño por la manga de una camisa grande hecha para la ocasión... y sacarlo por el cuello de la prenda. Cuando emergía por allí el padre lo besaba en la frente como aceptación de la paternidad. En algunas regiones de Europa la ceremonia continúa vigente pero es la madre quien la realiza, como una simulación del parto. El dicho exagera las dimensiones de la camisa: once varas equivalen a unos nueve metros. Puede ser que el inventor de la frase temiera que las complicaciones por venir serían tales que destrabarse de una camisa común no las ejemplificaba lo suficiente.
Algo más. Un recurso simpático para cenar bien es darse por invitado a una fiesta. Pero ¿cómo integrarse al casamiento o agasajo en cuestión si uno no conoce a nadie? Nada difícil: sin palabras pero sonriendo y saludando. En los tiempos que el sombrero o la gorra servían para las reverencias los “capigorrones” no dejaban de sacudir el aire delante de todo quien tuviera pinta de pariente verdadero. Una vez franqueadas las primeras trincheras de tías y cuñados podían, gracias a los gorrazos previos, dedicarse a abrir la boca... sólo para comer. 
La gorra es muy útil también para recaudar recompensas por pequeñas funciones de música o magia o actuación callejera, dejándola en el suelo o pasándola entre el público.

En el otro extremo, los pies reclaman también definir situaciones: entre los romanos y los bizantinos el calzado definía las clases sociales y, como referencia, la atención puesta en el “ir bien calzado” perduró en el tiempo. Desde los toscos zuecos costaba llegar a los zapatos que calzaban los burgueses y a éstos, otro tramo los separaba de las botas, que usaban los nobles caballeros. Entonces, “ponerse las botas” era un logro. La frase expresaba que un golpe de fortuna había llevado a alguien al uso de las carísimas botas.
Y ya que empezamos con un cuento concluyamos con otro: Plutarco en "Vidas paralelas", cuenta que Paulo Emilio, un patricio romano muy respetado por su sentido de la Justicia, dispuso separarse -aparentemente razón- de Pipiria, su joven, bella y virtuosa esposa, madre de sus dos hijos. Como sus amigos le negaban comprensión él mostró su zapato diciendo. “ ¿Han visto ustedes otro más fino o mejor trabajado que éste? Pues bien: sólo yo sé dónde me aprieta.


Bibliografía
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La vestimenta y su terminología: enfoque lexicultural hispanofrancófono, pp. 793-802
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volumen I y II. Madrid: Aguilar.


Montesquieu (1758, 1995) escribió l´Esprit des lois, por qué no creer en,
como decía el filósofo e historiador Thomas Carlyle (1834, 1945), un Esprit de
vêtements? En el modo de vestir descubrimos esa “idea arquitectónica subyacente” a la
que dicho autor hacer referencia.
El cuerpo, las vestimentas que utilizamos para cubrirlo constituyen, sin lugar a dudas, la proyección más íntima de nuestro propio ser.




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