“La vida de una mujer
puede guardarse en una cartera”
All the queen´s bags
Amado accesorio, mínimo hogar ambulante, credo
estético, fetiche... las carteras están
impulsando la moda más que cualquier otro accesorio. Antes de ser glamoroso objeto de culto fueron herramienta de trabajo,
identidad de ciertas tribus y compañía de soldados.
Los hombres y las mujeres de la Edad Media llevaban bolsas colgadas del cuello, la cintura, el hombro. Y, aun antes, las llevaron las divinidades: Mercurio, dios del comercio y los mensajes, jamás soltaba su bolsa de mano.
Los hombres y las mujeres de la Edad Media llevaban bolsas colgadas del cuello, la cintura, el hombro. Y, aun antes, las llevaron las divinidades: Mercurio, dios del comercio y los mensajes, jamás soltaba su bolsa de mano.
Texto: Ana Larravide
Las carteras -desprendida alternativa de los
bolsillos- han crecido en el prestigio de su función. De ser útiles de trabajo
o distintivo de oficio o clan, coqueto escondrijo de gemelos de teatro, llaves
o joyas... se han convertido en portavoces de la personalidad de quienes las
llevan; son secretarias, botiquines, restauradoras de imagen y hasta catapultas
a Internet.
Muchas estatuas griegas y
romanas muestran pequeñas bolsas camufladas entre los pliegues de las túnicas:
¡siempre hubo necesidad de usarlas! Los mensajeros llevaban documentos; los
peregrinos, vituallas; los enamorados, esquelas; los médicos, sus remedios más
urgentes; los comerciantes, monedas. Para desalentar a los ladrones, el cierre
solía ser un afilado puñal atravesado (y, si desde el punto de vista del dueño su
cartera era irremplazable, dudaba ante la importuna apelación “la bolsa o la
vida”).
En un pequeño y
compacto libro de quinientas páginas –parecido en tamaño a un monedero– que se
llama Handbags, the powe of the purse,
Ana Johnson comenta mil carteras. Algunas parecen cuadros (Pucci, 1969); otras,
joyas (bordadas o recamadas con piedras preciosas: Cartier 1930); otras toman
formas sorprendentes: George Ruff, 1928, las diseñó como automóviles o aviones;
Paloma Picasso, en 1980, como libros; las hubo en forma de ánforas (Whiting
& Davis, 1924) y hasta de balde de champagne (Anne Marie of France, 1940).
Otro
libro, indiscreto y gracioso, echa una ojeada a la cartera de la propia Isabel
II de Inglaterra: “Qué lleva la Reina en su cartera y otros secretos reales”.
Sus autores, Phil Dampier y Ashley Walton, responden a lo que muchos súbditos
se preguntan: ya que S. M. no necesita llevar dinero ni tarjetas de crédito
¿por qué siempre lleva alguna, de considerable porte? Elemental, señores: la reina usa su cartera como las
españolas el lenguaje de los abanicos. Si en una reunión la ubica en el suelo
es señal de que no encuentra interesante la conversación y quiere marcharse. En
cambio, si cuelga alegremente de un gancho (que lleva dentro de la propia
cartera, para sujetarla en la mesa) o de su brazo izquierdo... significa que se
encuentra a gusto, feliz y relajada. Ante una invitación los anfitriones serán
informados –según los autores de este libro– de que la reina ubicará su cartera
sobre la mesa cinco minutos antes de despedirse. Y... ¿qué lleva en ella?:
perritos y caballos en miniatura, fotos familiares, bombones de menta,
chocolates, crucigramas recortados de los diarios, el famoso gancho para sujetar
la cartera en una mesa... y una caja para maquillaje, hecha en metal por el
príncipe Felipe, quien se la regaló cuando se casaron hace sesenta años.
Algunos
antropólogos y expertos en moda encuentran que estos mundos privados guardan
desde los elementos más innecesarios
hasta los más decisivos para sus portadores. “La cartera es un inventario de
sus vidas -sostiene Jean-Louis Dumas, presidente de Hermès-, completan el cuerpo humano, decorándolo. Vuitton, Jimmy Choo,
Marc Jacobs, Fendi, Dior, Dolce & Gabbana... saben mucho de esto. La Hermès Kelly bag, nombrada así en
homenaje a Grace Kelly, es la nave insignia de esa firma. Jean-Louis Dumas, con
Hélène David-Weill, presidente de la Unión Central de Artes Decorativas de Francia, promovieron la
muestra Le cas du sac, en el Museo
de la Moda y del Textil de París. Que luego originó un libro.
Tan
llena de significado puede estar una cartera que Samuel Beckett concentró en
ella la satisfacción de la protagonista de “Los días felices”, obra que estrenó
en 1963: Winnie (Marilú Marini la interpretó hace un par de años en el Teatro
San Martín) es una señora que aparece en escena semienterrada en un montículo
de arena, bajo el sol. Willy, su marido anda por ahí pero nunca lo vemos, no
importa; ella le habla distraídamente, calzada hasta la cintura en su montañita
de arena. ¿Atrapada? ¿Desolada? ¿Aburrida? ¡De ninguna manera! Winnie no se
considera desprovista de felicidad: con ella, junto a ella... está su cartera.
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