jueves, marzo 20, 2014

La vida en una cartera

“La vida de una mujer
       puede guardarse en una cartera”


All the queen´s bags


Amado accesorio, mínimo hogar ambulante, credo estético, fetiche... las carteras están impulsando la moda más que cualquier otro accesorio. Antes de ser glamoroso objeto de culto fueron herramienta de trabajo, identidad de ciertas tribus y compañía de soldados.
   
Los hombres y las mujeres de la Edad Media llevaban bolsas colgadas del cuello, la cintura, el hombro. Y, aun antes, las llevaron las divinidades: Mercurio, dios del comercio y los mensajes, jamás soltaba su bolsa de mano.

Texto: Ana Larravide

Las carteras -desprendida alternativa de los bolsillos- han crecido en el prestigio de su función. De ser útiles de trabajo o distintivo de oficio o clan, coqueto escondrijo de gemelos de teatro, llaves o joyas... se han convertido en portavoces de la personalidad de quienes las llevan; son secretarias, botiquines, restauradoras de imagen y hasta catapultas a Internet.
Muchas estatuas griegas y romanas muestran pequeñas bolsas camufladas entre los pliegues de las túnicas: ¡siempre hubo necesidad de usarlas! Los mensajeros llevaban documentos; los peregrinos, vituallas; los enamorados, esquelas; los médicos, sus remedios más urgentes; los comerciantes, monedas. Para desalentar a los ladrones, el cierre solía ser un afilado puñal atravesado (y, si desde el punto de vista del dueño su cartera era irremplazable, dudaba ante la importuna apelación “la bolsa o la vida”).
         En un pequeño y compacto libro de quinientas páginas –parecido en tamaño a un monedero– que se llama Handbags, the powe of the purse, Ana Johnson comenta mil carteras. Algunas parecen cuadros (Pucci, 1969); otras, joyas (bordadas o recamadas con piedras preciosas: Cartier 1930); otras toman formas sorprendentes: George Ruff, 1928, las diseñó como automóviles o aviones; Paloma Picasso, en 1980, como libros; las hubo en forma de ánforas (Whiting & Davis, 1924) y hasta de balde de champagne (Anne Marie of France, 1940).
            Otro libro, indiscreto y gracioso, echa una ojeada a la cartera de la propia Isabel II de Inglaterra: “Qué lleva la Reina en su cartera y otros secretos reales”. Sus autores, Phil Dampier y Ashley Walton, responden a lo que muchos súbditos se preguntan: ya que S. M. no necesita llevar dinero ni tarjetas de crédito ¿por qué siempre lleva alguna, de considerable porte?  Elemental, señores: la reina usa su cartera como las españolas el lenguaje de los abanicos. Si en una reunión la ubica en el suelo es señal de que no encuentra interesante la conversación y quiere marcharse. En cambio, si cuelga alegremente de un gancho (que lleva dentro de la propia cartera, para sujetarla en la mesa) o de su brazo izquierdo... significa que se encuentra a gusto, feliz y relajada. Ante una invitación los anfitriones serán informados –según los autores de este libro– de que la reina ubicará su cartera sobre la mesa cinco minutos antes de despedirse. Y... ¿qué lleva en ella?: perritos y caballos en miniatura, fotos familiares, bombones de menta, chocolates, crucigramas recortados de los diarios, el famoso gancho para sujetar la cartera en una mesa... y una caja para maquillaje, hecha en metal por el príncipe Felipe, quien se la regaló cuando se casaron hace sesenta años.
Algunos antropólogos y expertos en moda encuentran que estos mundos privados guardan desde los elementos más innecesarios hasta los más decisivos para sus portadores. “La cartera es un inventario de sus vidas -sostiene Jean-Louis Dumas, presidente de Hermès-, completan el cuerpo humano, decorándolo. Vuitton, Jimmy Choo, Marc Jacobs, Fendi, Dior, Dolce & Gabbana... saben mucho de esto. La Hermès Kelly bag, nombrada así en homenaje a Grace Kelly, es la nave insignia de esa firma. Jean-Louis Dumas, con Hélène David-Weill, presidente de la Unión Central de Artes Decorativas de Francia, promovieron la muestra Le cas du sac, en el Museo de la Moda y del Textil de París. Que luego originó un libro.

            Tan llena de significado puede estar una cartera que Samuel Beckett concentró en ella la satisfacción de la protagonista de “Los días felices”, obra que estrenó en 1963: Winnie (Marilú Marini la interpretó hace un par de años en el Teatro San Martín) es una señora que aparece en escena semienterrada en un montículo de arena, bajo el sol. Willy, su marido anda por ahí pero nunca lo vemos, no importa; ella le habla distraídamente, calzada hasta la cintura en su montañita de arena. ¿Atrapada? ¿Desolada? ¿Aburrida? ¡De ninguna manera! Winnie no se considera desprovista de felicidad: con ella, junto a ella... está su cartera.

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