lunes, marzo 03, 2014

Sergio Maravilla Martinez

Aquí Sergio Maravilla Martínez, 73 kilos

                                                                                
Ana Larravide 

No hay ciudadano que no esté de acuerdo (y eso que el desacuerdo parece a veces el principal deporte argentino): Sergio Gabriel Martínez, campeón mundial ganador del cinturón de las 160 libras (73 kilos) merece llamarse Maravilla.

La pelea del siglo XXI –la del XX fue la Firpo/Dempsey- hizo renacer el culto al heroísmo. Ese heroísmo que conmueve cuando alguien escala una alta cumbre, corre una maratón... se exige y pone a prueba lo máximo que puede dar.
         Por algo cuando en Grecia había Juegos Olímpicos había tregua sagrada (sin guerra alguna): la heroicidad se mostraba en los Juegos.
         Esa heroicidad que implica triunfar sobre uno mismo, ejercitarse, probar temple, creer que es posible ser quien se quiere ser.
         Eso quiso mostrar Maravilla Martínez y lo ha hecho. En la medianoche del sábado 15 de septiembre, durante doce campanadas como en el baile de la Cenicienta sostuvo doce rounds que tuvieron en vilo a los argentinos. La magia duró hasta pasada la una de la madrugada encandilando a quienes trasnocharon frente a cuatro millones de televisores en la Argentina. Dio en Las Vegas, en el Thomas&Mack Center, una exhibición de técnica despampanante.
         Con los pies más tiempo en el aire que en la lona (como Ray Sugar Leonard) con los brazos laxos al costado del cuerpo y los hombros coqueteando (como Nicolino Loche), Maravilla punteaba con la derecha y golpeaba con una izquierda que no dejó adivinar que estaba fisurada desde el cuarto round.

Doce campanadas
Maravilla Martínez boxeó como los grandes. Muchos de quienes mirábamos no sabíamos hasta esa noche que lo era. Ni que el boxeo puede ser eso: un baile, un ejercicio de acechanza y aguante, de evasión y presencia. De permanente respeto por el adversario aunque se busque vencerlo. Eso es impresionante en Maravilla Martínez: no boxea con soberbia ni con prepotencia ni con miedo. Boxea confiado en lo que sabe, en su duro entrenamiento, en su deseo de ser mejor.
         Julio César Chávez Jr. -más joven, más alto, más fuerte que Maravilla- entró al ring con cara de niño, vincha roja y con algo contra lo que tendrá que competir largamente: la aparentemente benéfica y estimulante figura de su padre -con su mismo nombre de emperador, vestido de smoking y también con vincha roja- que lo precedió en el ring. Qué difícil llegar a adulto, con semejante padre.
         Durante once rounds Chávez Jr. resistió a Martínez, mirándolo con perplejidad entre sus guantes rojos casi siempre a la altura de su cara. Si la pelea fuera dibujada en historieta, sobre su cabeza debería verse un globito: “Yo no sabía que boxear es esto”. Pero algo alentaba dentro suyo “Soy fuerte, soy campeón, soy hijo de campeón, voy por el knock out”. Y fue. Y Maravilla cayó en la lona. Por segundos, cayó. Así su honor, el de Junior –que en el lenguaje del boxeo se salva cuando se logra eso– repechó los tremendos cuarenta y cuatro minutos anteriores durante los que debió pensar -por lo menos once veces, una al fin de cada round- que no podría levantar cabeza frente a su padre ni frente a los mexicanos, por un tiempo.
         Hasta eso fue parte de lo bueno de esa noche. Que el joven Chávez, con la cara tumefacta, pudiera volver a sonreír. Después de ese relámpago de gloria vino el trueno (el dóping negativo y la multa: retiro de “la bolsa”, cuantiosísima, y del ring, por un año).
         Sergio Maravilla Martínez, con una rodilla y una muñeca lesionadas, un corte en el cuero cabelludo y otro sangrante en el párpado izquierdo, al escuchar las tres votaciones de 117-110, 118-109 y 118-109 que hicieron pasar sobre su sonrisa inmensa la faja del Consejo Mundial de Boxeo al Campeón de Peso Mediano, pudo ser lo que sabe ser: un tipo heroico, el mejor boxeador de su categoría en el mundo.

Golpe a golpe, verso a verso
Los argentinos, con esta pelea -que podría haber filmado Clint Eastwood – recuperan una fe perdida. Vuelve a tener sentido el box como deporte, como técnica. Los que lo conocían, lo extrañaban. Los que lo vieron la otra noche se hicieron fieles de inmediato. 
         Pero no sólo por haber ganado un campeonato mundial sino por poder creer de nuevo en la gloria de un deporte que les fue querido y que desde la última pelea de Monzón (hace 35 años) mantenía su brillo más en la literatura o en los tangos que entre las cuerdas.
         Celedonio Flores, cuando en los años 30, creo, compuso Corrientes y Esmeralda, que comienza "Amainaron guapos junto a tus ochavas / cuando un elegante los calzó de cross...” se refería al aviador Jorge Newbery, uno de los primeros en practicar boxeo en Buenos Aires, además de esgrima y rugby, considerados los tres, deportes elegantes. Gardel, por modestia, nunca cantó este tango que elogiaba su pinta con la que muchos soñaban.        
         Hubo una época en que la luna rodaba por Corrientes, hasta Bouchard. Ése era el lugar donde resplandecía. Las noches del Luna Park no eran para Charlie García ni para Joaquín Sabina: un cuadrilátero iluminado enfervorizaba a los porteños. El box apasionaba.
         Eran los tiempos de Tito Lectoure, que proyectó a campeones a varios boxeadores, y a quien nunca se vio vestido de otro modo que de traje gris, camisa blanca y corbata azul. Salvo cuando él mismo calzó guantes, pantaloncillos, bata. Una vez –Lectoure era muy joven- fue sparring de Archie Moore, “El Viejo” de imponente fama.
         Algunas mujeres se veían en el ringside (elegantes, cautivantes, dicen que eran) pero ni una sola subió jamás al ring, levantando cartel alguno, como ya se hacía en todo el mundo. Pero no en el reino de Lectoure.
          El Luna Park había aplaudido al Mono Gatica (preferido por Perón), a Justo Suárez (que Cortázar transformó en Torito), y después a Nicolino Loche (no hubo ninguno igual), al trágico Carlos Monzón, al querible Ringo Bonavena, “seguro huésped del Reino de los Cielos” (que, baleado disparatadamente frente a un burdel en los Estados Unidos, llegó a ese reino el mismo día que Zelmar y el Toba).
         Falta ahora que el Luna reciba a Maravilla, que tiene entre sus sueños “una pelea en la Argentina”. Porque este argentino de Quilmes no vive aquí sino en España, donde trabajó duramente para ser el que es.
         Quise escribir esto para perdonarme por haber creído, tanto tiempo, que el box era un espanto. Puede ser que lo haya sido en esos momentos que aún se cuentan, como cuando Luis Ángel Firpo, “El toro salvaje de las pampas”, hizo volar de una trompada a Jack Dempsey fuera del ring, en Nueva York, y porque cayó fuera de la lona no fue considerado K.O. (¡aunque le hubieran podido contar hasta 42!). Recompusieron a Dempsey que subió y lo noqueó a Firpo. Eso fue en los años veinte. Toda la pelea duró cuatro minutos. La llamaron El robo del siglo. Hay muchos cuentos tremendos. Y son ciertos. Pero hay también una tradición de elegancia, a lo Ray Leonard, de técnica, de disciplina, y ése es el box de Maravilla.

                                                                                                       Publicada en el semanario Brecha, MVD, en octubre 2012

         

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